19 Sep Nuestro ritmo.
La impaciencia. Que me desconecta del latido de mi corazón, del tecleo de mis dedos mientras escribo en el ordenador. Qué milagro está ocurriendo ahora mismo. Mi Ser es capaz de funcionar de manera holística, enviando al cerebro mensajes para que éste ordene a mi cuerpo cómo funcionar. Eso está pasando ahora, sin más, en esta habitación en la que estoy sentada. La vida está pasando en mi interior, y mientras conecto con esto, me olvido de cualquier recuerdo y dejo de preocuparme por ningún futuro. Porque esto es todo lo que tengo y soy en este instante.
La impaciencia. Que nos hace sentir el tic-tac del reloj como una prisa. Que nos dice que allí es mejor que aquí. Que nos incita a creer que el después será más que el ahora. Nuestra mente que da vueltas y vueltas como un remolino, y que cuando nos parece que se ha parado, vuelve a empezar en este círculo vicioso de nunca acabar.
La impaciencia que nos quita todo lo que tenemos. Nos arranca de la creatividad del momento presente, nos transporta a futuros imaginarios que aún no están, nos destierra de cualquier contacto real que estemos manteniendo con el aquí y ahora.
Desde este centro, salgo a la calle y hago un paso, y después hago otro. Escucho el coche que pasa al lado. Forma parte de mi universo, y yo formo parte del suyo. Él sigue su camino, yo el mío. Hay árboles en medio de todo este batiburrillo, hasta flores en medio del asfalto. Y eso me recuerda que la vida persiste, que la vida no abandona, que la vida sigue teniendo esperanza en medio incluso de los desiertos.
Cerrar los ojos y no hacer, me recuerda que no ha ningún lugar al que tenga que ir más que a mí misma. Y yendo a mí misma el mundo se abre ante mí. Sin esfuerzo, gradualmente, silenciosamente. Dentro de todo lo que nos han hecho creer que tenemos que ser, hacer, saber, tener… es urgente dejar espacios para este no-ser, no-hacer, no-saber, no-tener. Vacío, pausa, espacio entre tiempos. Y desde aquí, uno quizás empieza a entonar una melodía, o a otro le apetece bailar. Quizá hay quien saca los utensilios de cocina y hace la tarta que hacía tiempo quería hacer para sus hijos, u otro que coge los pinceles que tenía enterrados y empieza a pintar. No os habéis encontrado en unos extraños, no os preocupéis. Os habéis devuelto un trozo de vosotros mismos. Y eso nunca puede resultar extraño, menos para quien ha arrinconado tanto su corazón y su alma que se había olvidado de cómo entonaban su canto. Date espacio para volver a ti. Date tiempo para afinar tu propio ritmo. Entonces, la impaciencia ya no existe. Porque descubrimos que todo lo que buscamos, es aquí, en nosotros. En nuestro corazón.
Explica la historia que el sabio Confucio animó a uno de sus discípulos a caminar por el bosque.
Mientras el maestro paseaba distraídamente, silbando y observando los árboles y pájaros con lo que se iba cruzando por el camino, su acompañante parecía nervioso e inquieto. No tenía ni idea de hacia dónde se dirigían.
Cansado de esperar, finalmente, el discípulo rompió el silencio y le preguntó: “¿Dónde vamos?”.
Y Confucio, con una amable sonrisa dibujada en su rostro, respondió: “Ya estamos”.
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